Cuando se escribe o se habla de
El Diablo Rojo, se va más allá de un personaje de la ciudad…Es aseverar que fue un hombre de su tiempo, amante del
terruño; un peregrino en patines,
desde su ciudad, Santiago de Cuba hasta La Habana.
Emilio Benavides
Puentes nació el 6 de octubre de 1901 en
Santiago de Cuba. Tuvo 23 hermanos y una hermana… Su existencia estaba llena de
avatares que los signaron como hombre
procedente de un hogar muy pobre
De pequeño, en medio de la penuria en que vivía su familia y
que lo obligó a realizar cuanto trabajo apareciera, tuvo dos grandes aficiones
que, con el tiempo, le traerían la fama: los patines y el baile,
específicamente el Charleston.
Por el año 1927 se hizo asiduo visitante de la compañía
teatral bufa de Bolito. Cuando bajaban el telón en el intermedio de la obra,
Emilio se ponía a danzar en las
graderías del teatro. Un día el dueño lo vio y le gustó tanto el desparpajo del
joven que lo contrató como bailarín excéntrico y acrobático. Fue precisamente
en este rol cuando, durante una actuación en Holguín, lo bautizaron con el mote
que lo marcó para el resto de su vida: El Diablo Rojo. Lo de diablo era por sus
movimientos, y lo de rojo, por el color de la ropa que vestía.
Muchas anécdotas casi mitos, marcaron su etapa de teatrero. Una vez en un
hotel de Puerto Padre, por los años 30 del pasado siglo, el Diablo Rojo y otros
amigos de la compañía, empataron varias sábanas y se descolgaron hacia la
calle, con las maletas, desde un piso elevado, porque las recaudaciones no le
alcanzaban para pagar habitaciones.
Tuvo momentos muy difíciles en los cuales no aparecía
trabajo y pernoctó en el parque de Montes y Prado, en la Habana. En una ocasión,
leyó un anuncio en un periódico sobre patines “Chicago”. Se presentó a la
convocatoria y lo contratado. Como promotor de ese negocio, nació una de sus mayores hazañas muchos han contado: un viaje en patines entre
la capital y la localidad que lo vio nacer. El tramo lo recorrió en 7 días y 3 horas. En
total, a lo largo de su vida, hizo cinco viajes entre Habana y Santiago: tres
para la capital y dos hacia su ciudad. Siempre en funciones propagandísticas.
Pero esta no fue su única proeza. En una oportunidad bajaba,
junto a otros patinadores, la empinada loma de la vía santiaguera San Félix, y al cruzar la calle
Santa Lucía se le interpuso un automóvil. En ese breve momento, donde sólo se
veían dos oportunidades: estrellarse contra el auto o contra una pared; Emilio no lo pensó dos veces, se agachó y
saltó por sobre el carro. Todos los presentes rompieron en vítores y aplausos,
creyendo que se trataba de algo ensayado, e incluso le pidieron que lo
repitiera, pero el patinador sólo atinó a perderse del sitio.
Sin embargo, al parecer le tomó el gusto pues luego la
repitió muchas veces hasta contabilizarle más de 3000 saltos sobre
autos. También lo hizo encima de 12
bicicletas en conjunto y sobre muchachos que se acostaban en el pavimento… Uno
de los mayores recuerdos fue su propaganda en la tienda “El Machetazo”, llena
de colorido y habilidades.
Luego del triunfo de la Revolución en 1959, el Diablo Rojo
realizó varias labores: mensajero; mozo de limpieza; vendedor de refresco,
emparedados y otras mercancías en cines citadinos. hasta
que en 1969 se jubiló. Justamente en esa época comenzó a desarrollar una labor
que le ganaría un lugar definitivo en el corazón de los santiagueros.
Vestido con uniforme de miliciano, el Diablo Rojo, incluso
ya octogenario se dedicó a cuidar la seguridad de los niños de una escuela “Armando García”, en la popular calle Trocha,
regulando el tránsito de la zona. Con las piernas en semi cuclillas y los
brazos extendidos, controlaba el tránsito para que las filas de niños cruzaran
la calle.
Volvía a vestir el traje de Diablo rojo en la época de
carnaval, entonces paseaba elegante con un garbo único por las calles de su
Santiago hasta concluir frente al jurado de la fiesta, donde hacía gala del donaire de
artista espectáculo.
En documental sobre
su historia realizado por el cineasta cubano Octavio Cortázar, en 1986 dijo:
“Yo sé que es una locura el tirarme así delante de los carros pero la vida de
los niños es lo principal”.
Y el cineasta narró: “Resulta una fiesta verlo
ejercer su tarea, deteniendo incluso a los propios policías motorizados,
quienes le dedican un saludo al pasar por su lado. Cede el paso a los
automóviles con un simpático baile, que recuerda los mejores pasos del Rey del
Pop; o dedica un regaño a un conductor que no frenó a tiempo ante la presencia
del paso peatonal. En cuatro ocasiones había sido atropellado durante su
trabajo en esa esquina santiaguera, fundamentalmente por ciclistas, pero eso no
impidió que cada mañana regresara a su puesto porque, aunque sus amigos le
dicen que no tiene por qué hacer eso, él prefiere no ser uno de esos mayores
que se pasan todo el día sentado en un parque”.
“Pero su labor con los niños no consistió solo en proteger
su traslado hacia la escuela. En el interior de la “Armando García”, el Diablo
Rojo, aconseja a los pequeños de pre-escolar, les canta, les conversa sobre la
importancia de la escuela y (no puede faltar), les dedica un simpático baile
ante las sinceras carcajadas de los infantes. Se emociona hasta rajársele la voz
cuando, una semana antes de su cumpleaños 85, los pioneros le celebran su
onomástico. “Es la primera vez en mi vida que celebro un cumpleaños”, dice, y
pide que lo acompañen en coro con “una poesía” que en verdad es una fusión de
varios poemas que termina con los inolvidables versos de Bonifacio Byrne…”
El documental concluyó
con el Diablo Rojo sobre sus
patines, atado con telas alrededor de sus octogenarios pies, danzando sobre
ruedas, o alzando una pierna mientras desciendía Enramadas apoyado sobre solo
un patín, ante la mirada atónita de los transeúntes.
El 22 de febrero de 1995 murió el Diablo Rojo. Dejó 6 hijos,
13 nietos y 2 bisnietos. Junto a su féretro, niños del colegio ubicado en
Trocha, a los cuales él dedicó sus últimos años, hicieron guardia de honor.
En el periódico Sierra Maestra de marzo de 1995 se dio a
conocer la noticia. El periodista Rafael Carela le dedicó un homenaje titulado
“Un adiós sin olvido al gesto del hombre”. El Diablo Rojo ha muerto. Es como si
se apagara una luz en las calles de Santiago.
Así lo describió la crónica póstuma: “Porque ya no se verá
más la enternecedora locura de dejar la tranquilidad de su retiro para proteger
el paso de los niños, dirigiendo el tránsito, bajo un sol en cenit, en la
Trocha del Tivolí santiaguero. Porque la pobreza vestida de rojo no le
disputará al viento la carrera, anunciando productos alejados del alcance de
sus manos. Porque sólo quedará en la memoria aquel impulso felino en patines de
un hombre que ya es leyenda”.